POR JOSÉ LEFIAN H.
Caminaba por la estrecha carretera en dirección al balneario Pucatrihue, lugar qué se encontraba a más de cien kilómetros de distancia de mi posición. El calor de la tarde me aturdía y me hacía desear estar lo más pronto posible en mi destino. Motivado por ese deseo comencé a pedir un aventón para acortar el largo trecho, pero ningún auto me paraba, parecían todos muy entretenidos en lo suyo, parecían todos muy seguros y cómodos en sus ambientes. Así que continúe caminando y caminando de la forma en que solo pueden caminar aquellos malaventurados que escapan de una mala racha. La indiferencia del mundo me hacía sentir como una tortuga en una carrera de galgos, me hacía sentir como un desertor abandonado a su suerte en pleno desierto. Después de varias horas de caminata el agotamiento comenzó a apoderarse de mis piernas y el dolor comenzó a llenar mis suelas. Entonces decidí que era hora de descansar. A lo lejos divisé un grandioso árbol situado a un lado del camino que se robaba todas las miradas. Era hermoso y a la vez perfectamente frondoso. “El árbol perfecto para recuperar energías” me dije. Cuando estuve a pocos metros de él me di cuenta que no me equivocaba; era un alcanforero impresionante, verde e imponente como él solo, grande como son únicamente aquellos árboles que están desde antes que nacieras y que seguirán estando después de tu muerte. Me senté en sus sobresalientes raíces para disfrutar de la quietud y de la benevolente sombra. Allí reflexioné sobre mi situación; deduje que los tiempos habían cambiado, qué años atrás me hubieran llevado en apenas cortos quinces minutos de hacer dedo, lo sé porque me sucedió, lo sé porque lo recuerdo, pero en este mundo actual una cara desconocida es una cara enemiga, alguien que no es bienvenido ni lo será. “En qué sociedad apática e indiferente nos han convertido” me dije. Bebí agua de mi botella y me fumé un cigarrillo. La calma que me daba el protector árbol y la dulce nicotina terminaron por adormecerme. En ese estado estuve durante horas, lo que demostró que el cansancio era real. Desperté por culpa del frío cuando ya todo estaba oscuro, tan oscuro que el silencio reinaba la carretera. “Todos duermen a esta hora en sus camas, incluso la luna” me dije. Imaginé que debían ser las tres de la madrugada, qué es la hora en que solía despertar cuando el fresco nocturno del verano wuilliche me encontraba en algún sitio sin techo y sin abrigo. No me quedó otra opción que taparme con mi viejo chaquetón e intentar conciliar el sueño una vez más. Descansar para después continuar. Mañana sería otro día y confiaba en que la apatía no llenara los corazones de cada uno de los choferes, confiaba en que algún buen samaritano se apiadara de mi situación y me permitiera subirme a su auto para acercarme hasta aquel balneario en donde me aguardaba una habitación con cama para mí solo y un digno trabajo qué me mantendría el cuerpo y la mente ocupados. Era un nuevo comienzo el que me esperaba en Pucatrihue, un nuevo comienzo que aún se me mostraba a ochenta kilómetros de distancia.